Ciudad de cristal, de azucena, de mármol
Juan Ramón Jiménez
EL PINTOR Y SU CIUDAD
He aquí un pintor que lleva treinta años pintando su ciudad y que todavía no se ha cansado de mirarla y encontrarla hermosa, tan hermosa como para pintarla. No es que no pinte otra cosa, como aquel veneciano del setecientos que en su pintura nunca abandonó los canales, los palacios y las plazas de su ciudad, no es que no piense en otra cosa, como esos escritores que primero cambian el nombre a su ciudad y ya no encuentran otro tema para sus obsesiones y sus fantasías. He aquí un pintor que nació en la calle de la Tejería, una de esas calles empedradas, antiguas, que parten de la Estafeta para deslizarse en suave pendiente hacia los confines de la ciudad vieja, y pinta en la calle de la Zapatería, otra calle empedrada y vieja desde donde se oye en las fiestas de San Fermín el miedo que siembran cada mañana los toros en su carrera.
Para vivir ha elegido siempre los barrios periféricos, las afueras, una casa con tranquilidad y jardín, con verdes horizontes; pero para pintar necesita estar en el núcleo del casco antiguo, en ese dédalo de calles que siempre terminan abriéndose a la plaza del Castillo, recorrer cada día la distancia breve que va de la Tejería a la Zapatería. Toda la peripecia intelectual y artística del pintor cabe entre estas dos calles de la vieja ciudad de Pamplona -apenas trescientos metros las separan-, entre las cuatro paredes de su estudio. Eso quiere decir, como puede comprenderse, que se trata de un artista que no se detiene en la anécdota, sino que sabe moverse en el plano de las categorías estéticas y que en su pintura abundan los temas, como abundan a lo largo de su carrera las maneras de enfrentarse al cuadro y de resolverlo.
Salaberri no ha elegido Pamplona para pintarla, sino que Pamplona lo ha elegido porque ha visto en él al pintor que siente curiosidad por el hombre y por la vida, que pinta lo que vive. Ha salido a su encuentro como la vida sale a capturar adolescentes en el verano; ha visto a la persona que hace de su mundo más próximo el objeto de su afán. Salaberri es un pintor que necesita experimentar, vivir, transitar el paisaje de sus cuadros, que necesita hacer suyo el tema, verlo desde dentro, comprenderlo, padecerlo, disfrutarlo, compartirlo, para luego llevarlo al lienzo: necesita estar primero dentro del cuadro para después poder hacer el viaje de dentro afuera, escapar del cuadro y poder pintarlo. Ese es su compromiso. La suya no es la ciudad rancia con más o menos abolengo que pervive en el presente: él no es uno de esos pintores de mérito que busca los monumentos más relevantes de la ciudad, aquellos que visitan los turistas, y los va despojando de los cables, de las farolas, de los rótulos que los hombres han ido añadiendo a las calles, a las casas, para componer una estampa intemporal y bonita llena de comentarios comunes: una máscara.
Salaberri no traiciona a la luz, no la falsea, ni enciende las farolas de sus cuadros para conseguir rincones pintorescos fuera del tiempo. La suya es la ciudad tal como aparece en el presente, tal como se presenta a los ojos de un pintor de nuestros días: la ciudad que se hace adulta por los barrios que crecen en las afueras, la ciudad que se dota de nuevos edificios públicos al servicio del progreso y de la cultura, del bienestar de sus gentes, la ciudad que va construyendo un paisaje en el que conviven los hitos de la identidad con las señas de la novedad, para conformar esa otra identidad cambiante que se corresponde mejor con la actualidad. A través de la pintura él consigue que veamos el escenario de todos los días con ojos nuevos. Cuando pinta un ángulo de la ciudad es como si nos invitara a disfrutar de los valores estéticos de ese lugar, como si nos dijera: fíjate qué lugar tan hermoso tienes aquí mismo. Pero no se trata de una invitación a habitar sus cuadros, sino a compartir la ciudad, a hacer ciudad entre todos. Porque lo que habita en los cuadros es nada menos que un sentimiento, una impresión, un estímulo o una idea.
Los cuadros de Salaberri huyen de la anécdota, de la literatura, de lo ocasional, para mostrar lo que en la ciudad, en el paisaje urbano, hay de más esencial, para desvelar su lado poético, para hacer sonar su cuerda más lírica. En sus cuadros está el color, que es tanto como la luz y que va cambiando en cada estación del ario, en cada día, en cada hora, la luz que ilumina en un instante la visión de un lugar que hasta ese momento no se había revelado, la luz que va guiando al pintor, que le va diciendo dónde ha de detener la mirada. También está la forma, el perfil muchas veces, la línea que ha dibujado la arquitectura y que ha conformado volúmenes, planos, aristas, redondeces por donde se cuela lo que la ciudad es: el escenario de nuestras vidas.
La ciudad de Salaberri es silenciosa, de luces con frecuencia extremas, una ciudad quieta que mira, que nos mira pasar y detenernos a contemplarla, es una ciudad sin prisas y sin ruidos. En esa ciudad tan quieta que con frecuencia invita a mirar hacia arriba, que se estira hacia el cielo en las torres que mantienen los pilares de su identidad, lo único que puede moverse es el cielo, las nubes, esas nubes que pasan, arrastradas por el viento del tiempo: como en las teorías de los antiguos, lo que se mueve es el cielo. En esa ciudad hay nieblas o pesares o lluvias que hacen que todo tenga el color de los bizcochos o de la ceniza del miércoles que abre la cuaresma, o el delicado color de las buganvillas. Pero hay también alegría o luz intensa o inmensa, raudales de luz que dejan la ciudad hecha un traje de comediante o de payaso que reparte caramelos y risas. Hay días y cuadros en los que el color y el humor están afónicos, tenues, acomplejados, tristes, casi en la ruina, como hay días en los que el color chilla con toda su energía y se atreve con todos los demás en una algarabía juvenil que es como el canto de la primavera.
Hay cuadros y días donde caben la tarde, la noche y la mañana al mismo tiempo, donde el mundo es redondo y perfecto y nos parece que está bien hecho, tanto que tenemos que contemplarlo a través de la ventana porque casi nos da vértigo transitarlo con el corazón en carne viva. Hay días que devora la noche, días nocturnos, porque la noche tiñe de quietud y de silencio, coloca mantos de color uniforme por los edificios, como bien saben los poetas, respeta nada más que los perfiles que se recortan contra el cielo, días que amenazan tormenta y en que la luz sale de estampida antes de que le pille la borrasca, días espesos a los que les cuesta atravesar las horas del día. Hay cuadros que se adivinan atravesados por no sé qué nocturnas melancolías. El pintor no es romántico a la manera de aquellos que pintaban una ciudad sombría frente a un ocaso fulgente y salvador, el pintor practica una felicidad oriental muy sana que le permite pintar la noche a cualquier hora del día, salvar en todo caso la belleza del escenario o el escenario de la belleza.
Pero hay días, sin embargo, hay cuadros donde apenas cabe la esquina insolente de un edificio, pero una esquina tan perfilada que sale huyendo hacia el cielo del cuadro como una flecha certera y angustiada. Hay días en que todo está muy lejos y días en que todo está muy cerca: depende de la luz. Porque es la luz la que hace la mirada. Hay días, en fin, en que la ciudad se muestra con sus aspiraciones legítimas a otra vida y no deja de mirar muy lejos y muy alto; y hay cuadros en los que basta con mirar de frente para sentirse cómodo, a gusto, tranquilo y orgulloso. Salaberri es capaz de mostrar su deslumbramiento por lo viejo que ha permanecido y por lo nuevo que construye nuevas tradiciones, es capaz de situarse al pie de una torre y sentir que la dimensión tan alta en lugar de empequeñecerlo le ayuda a trepar por las paredes de un sentimiento muy humano, que esa torre no oprime, sino que ensalza a la sociedad que la ha levantado.
La ciudad de Salaberri no deja de crecer y de cambiar y de mostrarse hermosa, no deja de seducirle con sus luces y sus silencios, con sus cantos leves y sus vendavales de alegría, con su energía adolescente y su sabiduría añeja. Diríase que la ciudad ha atrapado al pintor para toda la vida y que en la obra del pintor está la Pamplona que cabalga entre dos siglos a toda máquina. Le gustaría que las gentes de su ciudad encontrasen la belleza más en lo sutil que en lo espectacular, más en las miradas que en los gritos, en las manos abiertas antes que en los puños cerrados, le gustaría que hubiese espacio para la felicidad de las gentes y para la belleza de sus construcciones, le gustaría que estas gentes tuviesen la capacidad de sobrecogerse ante el prodigio de la vida y que en su ciudad las autopistas condujesen a la poesía.