UNA PINTURA, UNA MORAL
En el estudio. Tarde de octubre, luminosa y cálida, con Pedro Salaberri. Por fin han terminado las obras en el bloque de viviendas donde el pintor tiene su estudio. Muy largas, con instalación de ascensor incluida, más de un día han puesto sus nervios a prueba y alterado su ritmo de trabajo. Pero hace un mes las cosas volvieron a su ser. Pedro, que está contento de pintar de nuevo sin interrupciones, expone en Pamplona, después de más de cuatro años sin hacerlo. La ocasión es estupenda para pasear con calma entre sus últimos cuadros y, ya puestos, charlar sobre esto, aquello y lo de más allá.
Revisiones y reconocimientos. Cuatro años es tiempo, pero entretanto Salaberri ha seguido pintando, ha expuesto en otros lugares y ha visto cómo se culminaban dos ediciones valiosas sobre él. De una parte, el libro que el Gobierno de Navarra dio a la luz en 2007 en su serie de Conversaciones con artistas navarros, y que recoge, junto a textos iluminadores de Manuel Hidalgo y Alicia Fernández, llenos de claves para conocer a Pedro y su obra, un amplio resumen de su producción de cuarenta años. “Me sorprendí viendo cuadros de muchos años atrás. Descubres cosas. Te descubres. Ves en qué has cambiado y en qué no”. El segundo material relevante fue el mediometraje Refugios, en 2009, con guión y dirección de Andrés Salaberri. Ahí Pedro habla sobre sus comienzos, sus intenciones y hábitos. De paso, Refugios patentiza los vigorosos sentimientos de cariño y admiración que Pedro suscita en mucha gente, no sólo amiga. “Queremos tanto a Pedro”, podríamos decir, parafraseando a Julio Cortázar. Por suerte, todos estos reconocimientos, y alguno más, simpático, con que le ha obsequiado la ciudad, no lo han hecho caer, ni remotamente, en la pose, la hinchazón retórica o la solemnidad. En ese sentido, Pedro no es nada “artista”.
Compromiso con la pintura. Lo cual no significa que se tome su trabajo con ligereza o escasa convicción. Es más, en estos cuatro años se ha acentuado la responsabilidad con sus cuadros. “Cada vez concedo más importancia y tiempo a la pintura, a la exigencia de hacerla bien. Es en la pintura donde tengo que apretar sin compasión, porque si no me siento fatal. Que el resultado sea bueno o malo es otra cuestión, pero la exigencia irrenunciable es hacer bien lo que yo pueda hacer”. Exigencia vital que es correlativa de un cansancio escéptico en otros ámbitos: “Me siguen interesando las políticas culturales, y en general el activismo cultural. Pero cada vez me siento menos exigido por eso, y lo veo mucho más en la distancia. Porque lo que a mí me preocupa o molesta en ese campo no puedo cambiarlo”.
Ensayando y aprendiendo. Salaberri trabaja metódicamente. Y en ese método hay una parte que se ve menos, pero que resulta esencial, y nutricia, para su quehacer más conocido: “Sigo pintando cuadros abstractos, que no están en la exposición pero son muy útiles para mí y para lo que pinto. Los pinto “para nada”. No son narrativos, sólo formas y colores que hablan de cómo me gustan las cosas. Pero no cuentan un paisaje, o la ciudad. Me permiten jugar, y me sirven mucho para la pintura narrativa. Me hacen mirarla más como pintura. Y al pintar esos cuadros, estoy ahondando en la materia, en cómo la pongo, cómo digo las cosas, cómo pongo el acento en los colores, en las líneas”.
Color, luz, perspectiva. ¿Qué trae Pedro a esta nueva exposición? Pues cuadros que mantienen una línea muy reconocible, y que al mismo tiempo revelan posibilidades novedosas, otras tonalidades y colores, y un acabado extremadamente cuidadoso (esto último es, en realidad, marca de la casa). Cuadros que, según la hora del día que los inspiró, y la luz de ese momento, parecen pálidos, como envueltos en una película que amortigua el conjunto, junto a otros de tonos más intensos, más crudos (si bien esa crudeza tampoco es primaria, sino cuidadosamente construida).
Los ejes siguen siendo la naturaleza y la ciudad. Los montes que Pedro visita (cada vez menos, cosa de los años), los campos por los que pasea, y siempre, por supuesto, la ciudad que tanto recorre. Cielos de distintas calidades (¡tan importantes!), paisajes de nuevos lugares, líneas del horizonte delineadas con mimo, edificios y avenidas que revelan mucho sólo con sus cuidados perfiles, o mediante masas muy contorneadas; el mar como posibilidad de libertad, y algún puerto, estación hacia esa huida libre. Pamplona, o la Cuenca, pero también Montevideo o Baviera, como en otros momentos aparecieron, por ejemplo, Chicago, Nueva York o Menorca.
Todo, lo cercano y lo lejano, llevado por Pedro a su terreno, pasado por el tamiz interpretativo y estilístico de un pintor que opera con planos y colores, o con planos conformados por colores. Un resultado que revela la ascesis, el despojamiento, y que, como también es norma de la casa, lo aleja del realismo fotográfico, del figurativismo puntilloso. Ese tampoco es su terreno.
Pintar es quitar. Más con menos. La trayectoria seguida en la mayoría de los cuadros conduce a Pedro hacia la pureza. La atracción de lo mínimo. “Yo empiezo dejándome llevar, queriendo contar muchas cosas. Pero luego soy voluntariamente lento. Repaso y repaso. Miro mucho los cuadros. Y voy quitando. El camino casi siempre es sustractivo. Casi nunca añado algo a un cuadro, casi siempre le quito. Hasta que llega un momento en que me siento pacificado, y ya no le digo nada al cuadro. Él me habla. Tiene vida propia. Se me ha ido de casa, como los hijos. Y me dice: déjame en paz, que ya está”.
Pintar y durar. Pedro muestra varios cuadros en los que ha trabajado intensamente, que guardan tras de sí muchas capas de reflexión, tanteos, pruebas con colores y texturas. Lo anima una ambición de largo alcance: “Quiero que lo que se diga ahí se pueda escuchar un día y otro. No que sea fácilmente aprehensible, sino que quede, que pueda volver a verse. Obras claras, limpias, fáciles de ver, pero que puedan contemplarse sin cesar. Que te puedas quedar en el cuadro. Que te dé algo hoy, mañana y pasado. Porque si el cuadro mañana no te da nada, si puedes decir ‘ya lo vi, se acabó’, mal rollo”.
A vueltas con la belleza. El esfuerzo está dirigido por la persecución tenaz de una cierta belleza. Creo que no hay que temer al concepto. Es cierto que el arte del siglo XX se ha movido, muchas veces con enorme intensidad, por otros objetivos, como la originalidad o la actualidad, y que entusiasmados en esa tarea los artistas han querido sacudir al espectador, incomodar, desconcertar, transgredir. Esa no es la ruta de Salaberri: “No creo que sea más progresista el que inquieta, el que golpea”. Él, que conoce muy bien todas esas corrientes, que está muy al tanto de lo que se viene haciendo, sigue su camino, afanado en alcanzar la belleza.
Ricardo Menéndez Salmón, uno de los escritores más valiosos de los últimos años, muy consciente también del contenido y significado de la tradición artística occidental, declaraba hace pocos días que “me gustan los escritores que siguen cultivando la pasión por la belleza, por un estilo depurado. Hay que escribir libros bellos”. En la misma dirección, y salvando todas las distancias entre artes, se mueve Pedro Salaberri: “yo a los demás quiero darles armonía y belleza, no quiero tocarles las narices. Que mis cuadros sean lugares sugerentes, mágicos, lugares donde convivir, lugares que mirar con gusto”.
Lo vivido y lo pintado. Antes hablábamos de momentos buenos en estos últimos cuatro años. Pero los ha habido también difíciles. Frente a esas oscilaciones del vivir, la voluntad de Pedro es firme: “Una cosa es lo que me pasa a mí y otra lo que yo quiero decir. Puedo empezar un cuadro en días agitados, malos, pero lo dejo por ahí y vuelvo en otro momento. No quiero que el cuadro refleje mis estados de ánimo. Quiero expresar cosas que pueda defender en cualquier momento. Hoy puedo estar chungo, y me pongo con un cuadro porque necesito pintar, pero mañana, cuando lo vea, le iré limando las aristas, lo serenaré”.
Contra la sospecha y el feísmo. Escuchando a Pedro pienso en la moderna cultura de la sospecha, que armada de un escepticismo radicalante cualquier atisbo de bondad en el mundo, concede sin embargo su más alta credibilidad a la representación de la violencia, la crueldad o el cinismo; en suma, del mal. Esa no es la dirección que le interesa a Pedro: “A la persona que vea mis cuadros quiero transmitirle eso ya tan dicho de que la pintura puede tener un poder curativo. Quiero darle satisfacciones. Es cierto que evito lo feo. Porque lo feo viene solo: el dolor, las decepciones, de eso hay la tira. Pero algunos tenemos que intentar otras cosas”.
La ética del pintor. Escribe Menéndez Salmón en su última novela, ‘La luz es más antigua que el amor’ (que es asimismo un ensayo sobre el misterio de la creación) que “Toda pintura, desde la más inocente a la más vanguardista (…) es así una tentativa que aspira al sentido, aunque sea al sentido del sinsentido o al sinsentido de la propia forma”. Esta declaración es aplicable a Pedro, por supuesto. En su caso, tras una pintura que busca la belleza, la armonía, se transparenta una manera de estar y actuar en el mundo, una moral: “No quiero ser de esos que se quejan siempre. Y que encima, precisamente por eso, por quejarse, se creen cojonudos. ‘Yo pongo el dedo en la llaga’, gritan. Pero la llaga que la cure otro. Eso no me gusta. Prefiero ser voluntariamente positivo. Que no quiere decir ser voluntariamente gilipollas. No es lo mismo. Me gustaría que mis cuadros ayudasen algo a evitar la incomodidad, el vivir mal, el morderse. No quiero contribuir a empeorar las cosas. Uno puede ayudar a que lo positivo se haga presente más o menos. Y no sólo en lo que pinto”.
Ganas de volver a los cuadros. Cae la noche en el estudio de Pedro. Mientras charlamos, nos rodean los cuadros sin terminar, que él mira y seguirá revisando. Necesitan más tiempo, más trabajo. Pedro está tranquilo y confiado. Les llegará su momento. Salgo a la calle convencido de que en diciembre, en la Ciudadela, volveré con detenimiento a sus cuadros, a esos cuadros curativos, que consuelan del dolor del mundo. Estoy convencido de que aguantarán una segunda, y una tercera, y muchas miradas más.