está en la esencia de la pintura
que pide ser mirada despacio
eso la rescata de la prisa y la puede librar
de crear imágenes que solo quieran seducir
Pedro Salaberri
Es una suerte entrar en el estudio de Pedro Salaberri, no porque en ocasiones sea difícil acceder a esos lugares íntimos-míticos de creación a donde o no nos atrevemos o no sabemos cómo acceder. Lo es porque Pedro abre su puerta con generosidad y, al entrar, te encuentras con un hombre que vive y trabaja incansable por el arte. De forma pausada y cómoda, Pedro habla y despierta tu inquietud, te cuenta la última exposición que ha visto, la comparte contigo y te motiva a verla. Pero, sobre todo, te pregunta. Pregunta con un interés que te hace sentir el valor que él da a lo que vas a decir, te obliga a pensar y provoca tu discurso. Así, como es, pinta.
Es un gozo recorrer las paredes de su estudio y descubrir sus nuevos trabajos, siempre nuevos trabajos, pero también cuadros por hacer y hermosos descubrimientos de hitos recorridos en su largo viaje, un paseo continuado por el camino de un artista que disfruta del arte. A pesar de las dificultades que puede imponer un mercado ávido por su trabajo, Salaberri no deja de ser un pintor inconformista con lo que sabe que hace bien, se encuentra siempre enfrascado en nuevos retos y proyectos, buscando el constante aprendizaje y la experimentación.
Pedro me enseña los cuadros que ha pintado para su exposición en Madrid y, una vez más me sorprende con pinturas nuevas, una vez más encuentro nuevos atractivos en sus cuadros. Pedro se acerca a Madrid y, aunque todavía no lo había pintado, lo hace como cuando pinta Pamplona o los Pirineos que tantas veces ha recorrido: pintando lo que conoce y lo que ama. Se acerca a esa ciudad que le enseñó los primeros cuadros de Picasso, de Matisse o de Hooper, y a la que no ha dejado nunca de visitar como una ventana por la que respirar arte y asomarse a contemplar los artistas que admira. Pinta el Madrid de sus paseos, pinta la ciudad que le gusta y le emociona. Lo percibimos igual cuando nos habla de sus recuerdos de Madrid como cuando pinta las calles que ha recorrido.
Pasea y mira hacia arriba, algo que no solemos hacer y que él provoca con sus cuadros. Salaberri se fija en ese skyline del Madrid que le atrae. Como un escenógrafo, recrea los escenarios vividos, pinta los perfiles de los edificios que le interesan, esa línea depurada que marcan las siluetas de edificios señoriales que desde el Palacio de Correos jalonan la calle Alcalá y que muestran su personalidad adornando sus cabezas con hermosos tocados barrocos, como la Estación de Atocha, apetitosa tarta culminada por guindas, figuras y templetes. También se fija en la ciudad que se acicala en sus espacios públicos, en las plazas abiertas desde tan pronto le atrae una fuente ornamental frente al Ministerio de Agricultura como evoca con especial cariño las esculturas de Alfredo Sada que se asoma al Círculo de Bellas Artes desde un misterioso interior o admira la orgánica pieza de Alberto Sánchez que encuentra en su lugar en el cruce de edificios modernos y antiguos que confluyen en la plaza junto al Museo Reina Sofía.
Como un constructor de decorados que debe poner en escena la crónica de un eterno paseante, se interesa tanto por el rigor racional de los arquitectos en sus aristas limpias y elementos estructurales, como por la belleza sensible de los artesanos que adornan las fachadas de los edificios y, al fin, por la magia de los artistas que encuentra en un hueco de la ciudad. Depura los detalles de lo que ve en su individualidad, busca su esencia para entenderla. Nos muestra esos escenarios vividos hoy, sin el romanticismo decadente de la bondad de tiempos pasados. Como haikus, sus cuadros son poemas precisos que nos trasladan, con muy pocas palabras, a un momento de emoción. En ese paseo de momentos vividos, de disfrutar de lo que le gusta, hay también un acto de generosidad, quiere contarlo y compartirlo con nosotros.
Salaberri busca la belleza de una ciudad en la que desaparecen los conflictos urbanísticos y el tráfico caótico de personas y vehículos. Su mirada interesada pero limpia y libre de prejuicios, encuentra la belleza en la convivencia entre lo antiguo y lo nuevo, entre la sobriedad y la decoración, en la búsqueda de lo esencial, de la ciudad que permanece. Se fija en las cosas inmutables, el tiempo parece retenido en un momento de misterio, especialmente en cuadros como Lo que fuimos, lo que somos (a Ruckriem), donde el arte contemporáneo encuentra su lugar en la naturaleza y su nexo de unión con la cultura ancestral o en Plaza de Merindades de su querida Pamplona en la que, evocando a la pintura metafísica, parece que en cualquier momento va a asomarse el tren de De Chirico doblando una de sus esquinas.
No deja de visitar sus paisajes: desde los Pirineos a las Bardenas pasando por los alrededores de su casa, para luego redescubrir las costas de Galicia. Salaberri es un explorador incansable de paisajes, los recorre y nos los descubre como sitios en que merece la pena fijarnos. Sin embargo, cada vez es más consciente de que esa naturaleza es tan hermosa como incontrolable. Su sugerente belleza parece esconder una amenaza latente. Aunque la naturaleza puede parecer amable, quizá sus montes no son tanto para vivir en ellos como para contemplarlos desde el horizonte. Se acerca al mar, a las playas y éstas se nos muestran más relajadas, seguramente como él se sentía cuando las visitó. En el Muelle de Malpica, vuelve a introducirnos en el misterio de un lugar para viajeros sin barcos. No sabemos a dónde nos va a llevar y el orden que impone en su intromisión en el mar es más inquietante que tranquilizador.
En sus paisajes también podemos percibir una cierta evolución; si antes componía, determinaba, ahora, buscando esa esencia de cada lugar, es más fiel al detalle, quiere nombrar cada valle, monte o cala. Me cuenta cómo el ardor juvenil quiere decir, quiere cambiar las cosas, mientras que la madurez te lleva a nombrarlas, a reconocerlas para recordarlas. Los montes y las calles aparecen identificables porque quiere recordar el sudor y la vida que ha ido dejando en ellos. La magia la aporta el poeta-pintor que se fija en las cosas hermosas que le rodean: las vive y nos las cuenta. Son cuadros físicos, acogedores para nuestros sentidos. Pinta los cuadros para ir a vivir en ellos y nos muestra los sitios, sencillos pero llenos de lugares especiales, donde nosotros también podemos vivir. Si hay ratos buenos y malos en la vida, prefiere pintar los buenos. Quiere vivir y pintar en armonía, y para eso necesita mirar a los demás, quiere que su pintura sirva a los demás para estar mejor. Su mirada rescata las cosas sencillas antes de que nos olvidemos de cómo son y nos enseña que también lo hermoso está a nuestro alrededor. Como Matisse, quiere que sus cuadros sirvan para dar placer, para hacer más felices a los demás. Nos dice que la belleza también supone un esfuerzo, la tenemos que buscar nosotros, tenemos que saber mirarla para que entre en nuestra vida. Sus cuadros nos ayudan a encontrarla.
Salaberri dibuja de una manera concisa. Ligeramente, va estratificando y construyendo el cuadro con colores nítidos: sus colores, muchas veces dispuestos en convivencias insospechadas. La planitud del cuadro se ordena y busca profundidad con las perspectivas de su mirada, con las geometrías de sus sentidos, y la fina textura, que se antoja cambiante para el que sabe mirar, es provocada tan sólo por un leve cambio en la pulsión o la dirección de sus pinceladas, como un viejo maestro japonés que esconde su maestría técnica. Pedro suele reivindicar con humor el arte que no hay que enchufar. Desde luego sus cuadros no necesitan cajas de luz. Los cuadros, en sus horizontes delineados, son conformados por la luz, casi siempre crepuscular, de atardecer o de amanecer. Esa luz especial inunda sus colores dotándolos de un halo especial. Una luz que, a veces, nos sorprende cuando la descubrimos en la naturaleza y, en un instante mágico, percibimos que es ésta la que se parece a los cuadros de Salaberri y no al revés.
Como él dice, … al final, la naturaleza es un pretexto que utilizamos para expresarnos, que es mucho menos el hablar de ella que tomarla como punto de partida… acabamos diciendo cómo somos nosotros, los deseos y creencias que tenemos y nos mostramos a los demás a través suya…
Pedro me habla del eterno fluir. Cada vez se parece más a un sabio monje budista. Para él cada día es un nuevo día: hay que inventarse la vida cada día y, cada mañana probar el primer desayuno del mundo, coger la paleta recién pulida, sin rastro de cuadros anteriores, y como un calígrafo japonés, limpiar la mente mientras prepara sus utensilios como el que, sabiendo ya andar, prepara su indumentaria, encera sus botas y aprovisiona su mochila para recorrer un nuevo camino, para enfrentarse a pintar el primer cuadro de vida. Un cuadro, un mundo, vivido para pintarlo, pintado para irse a vivir a él. El viejo refugio del arte como él dice: necesito un espacio para recogerme en él a imaginar el universo.