EL ARTISTA CIUDADANO
El optimismo es un deber moral, advertía Popper. En la pintura de Pedro Salaberri se adivina al instante que el pintor ha escogido el rumbo de la felicidad y, decidido a mantenerse fiel a él, no se preocupa si sus paisajes obtienen mejor nota que la realidad que representan. Salaberri no es de los que sucumben fácilmente a la tentación de afligirse viendo el mundo como un valle de lágrimas y apelando a la rabieta como estilo de expresión. Frente a la prestigiada idea del artista mortificado que aparenta cargar con todos los males del universo y luego hace de la obra una crónica negra y quejumbrosa de tanta dolencia, él adopta ante las cosas una postura serena que le permite dar con su lado armónico y favorable. También es combativo el arte inclinado a explorar la belleza y a poner los medios para que esta resplandezca, como recordaba Jules Renard: «Todo es bello. Hay que hablar de un cerdo como de una flor». Para la mirada dispuesta siempre hay en todos los objetos un momento de esplendor que los redime de la fealdad y la ruina, siempre es posible presenciar un destello de transfiguración en virtud del cual adquieren una inusitada grandeza.
Yo diría que Pedro Salaberri posee la doble facultad de ver las señales de hermosura en las cosas y de comprometerse a mejorar aquello que le rodea mediante el registro y la multiplicación de esos indicios bellos. Aunque algo haya en eso de talento innato, creo que es más un efecto del método. Lo convincente de su pintura no es solo que nos reconcilie con la realidad, sino que revele un carácter sosegado, apacible, poco dado al conflicto, forjado en una disciplina de vida que apuesta decididamente por el placer de lo bueno. En los cuadros de Salaberri reside una suerte de claridad obtenida a fuerza de sutileza, sin estridencias, sin pretensiones retóricas, que hace pensar en un trabajo continuo de despojamiento ascético encaminado a dar con la esencia del objeto y, una vez llegados a este punto, dotarlo de un sentido poético. Eso hace que los cuadros se conviertan en un lugar habitable, dicho en el sentido menos metafórico del término porque la mirada se siente convocada a quedarse a vivir en ese lugar. Ocurre por igual en los paisajes naturales y en los urbanos, entre los que el espectador percibe una rara dialéctica que aporta a la ciudad un carácter natural y al campo un carácter civilizado.
Pero el motivo principal por el que uno acaba queriendo residir en esos cuadros es que Salaberri ha procedido en ellos a una labor de puesta a punto hasta dejarlos preparados para el diálogo con el espectador, especialmente con aquel que reconoce en sus siluetas los lugares familiares. Estamos ante un pintor que, leal a su propia pintura y a sí mismo, sigue una línea constante aunque para él todos los cuadros sigan siendo aventuras diferentes. Pero no es que el sello de autor se haya quedado estancado en la costumbre o en las fórmulas invariables de un estilo rígido. Antes al contrario, lo reconocible de Salaberri es la honestidad de un esfuerzo en el que cada cuadro es un camino transitado atenta y parsimoniosamente, paso a paso en busca de la sencillez. Ni que decir tiene que no de la simplicidad; ante sus cuadros tenemos la impresión de que, una vez reducidos el monte o la torre a la delgadez de una idea, despojados de aristas, ornamentos y signos que desvíen nuestra atención, esos elementos empiezan a tener vida propia y, sin dejar de ser figuras, adquieren la condición de entidades irreales en el límite del abstracto. En la pintura de Salaberri hay secretos, pero no trampas; misterios, pero no embustes; quietud, pero no apatía ni mucho menos frialdad.
La pintura no sería una experiencia tan dichosa si no aspirase a la comunicación. Nos acercamos a los cuadros de Salaberri con la garantía de que no nos van a perturbar. A estas alturas tenemos la certeza de que el encuentro será apacible, risueño incluso, como el saludo de un anfitrión franco y sin dobleces que nos propone entrar en su casa y que solo luego, avanzada la conversación, irá descubriéndonos sus matices. El solo hecho de invitarnos a participar de lo pintado ya es un indicio de hospitalidad. Luego la invitación cobra más fuerza al convertirse en obsequio, pues Salaberri no concibe la pintura sin el objetivo de ser revelada a los demás para que la compartan y la disfruten. Salaberri no se recata en declarar que busca el asentimiento del receptor, y más aún: su aprecio. «Escribo para que me quieran», confesaba García Lorca. De igual modo, en Salaberri hay una especie de moral comunicativa que aspira a la respuesta favorable, al vínculo afectivo con los destinatarios del cuadro.
Una vez cumplidas todas las exigencias del proceso artístico, a menudo rigurosas, hay que procurar que en el lienzo no haya nada doloroso, ni siquiera desagradable, nada que pueda provocar rechazo o disgusto. Hay que dar alguna clase de felicidad a los otros con la esperanza de que ellos la devuelvan en forma de aprobación. La pintura es un ejercicio de entendimiento. Contra el cinismo ambiental de la época, es preciso mostrar los bienes que hacen esta vida digna de ser vivida. Tanto dentro de la pintura como fuera de ella, Salaberri ha practicado siempre una declarada militancia por la convivencia, y eso se percibe en la pulcritud de unos cuadros imperturbables donde no hay ruidos, ni asperezas, ni efectos violentos, ni siquiera rastros de pinceladas que manchen la superficie del lienzo.
El paisaje debe quedar limpio como un «locus amoenus» que invite al reposo, tal vez como una escapatoria de la realidad pero no del todo ajeno a ella. Los cuadros urbanos de Salaberri ejemplifican a la perfección su empeño de crear espacios de paz a partir de las formas conocidas, revisitadas una y otra vez y renovadas en cada cuadro. A Salaberri le atraen las crestas, los tejados, las torres, los aleros, esos trazos fronterizos entre suelo y cielo donde reconocemos el sello característico del lugar y donde nos reconocemos asimismo los que lo habitamos. Y a partir de esas siluetas va tejiendo la crónica de una ciudad donde no solo acontecen más cosas de las que creemos, sino que se insinúan descubrimientos no revelados. Como en los versos de Gil de Biedma («Mas, cada vez más honda / conmigo vas, ciudad, / como un amor hundido, / irreparable»), la ciudad —Pamplona— se convierte en objeto artístico porque forma parte inseparable del artista. Salaberri se declara incondicionalmente urbano, atado a la ciudad que no le defrauda. La ciudad de la propia biografía es también la ciudad que crece y se reinventa, y sobre todo un espacio de encuentro —más «civitas» que «urbs»— que es preciso conservar y cultivar con sumo cuidado. Pintar constituye un ejercicio de ciudadanía, una manera más de contribuir a la creación del hábitat común.
Quizá tuviera razón Thomas Mann cuando decía que la única diferencia entre un optimista y un pesimista es que el primero es un imbécil feliz y el segundo un imbécil triste. Así que mejor no empeorar las cosas. No amargarse ni amargar a los demás impostando una pose de artista atormentado que encuentra en la queja el modo más cómodo de expresión. En la obra de Salaberri el cuadro es un ejercicio responsable porque exige disciplina, trabajo, técnica, esfuerzo, pero también porque, en última instancia, va destinado a mejorarnos la vida. O al menos a intentarlo.